Muchos mamíferos sueñan. El descubrimiento no es nuevo. Ya en el siglo XIX, científicos británicos observarían que el ornitorrinco hacía movimientos mientras dormía, como si nadara. Todo el que haya convivido con un gato o un perro los ha visto soñar: gruñir, ronronear, perseguir presas inexistentes mientras duermen.
Pero nosotros, bípedos racionales y psicoanalizados, no solo tenemos el extraño privilegio de, en muchas ocasiones, recordar. También nos permitimos el lujo de explorar los mensajes y las razones detrás de “esas extravagantes fantasías que van más allá de lo que la razón puede percibir”, definiría William Shakespeare en el segundo acto de McBeth.
Durante mucho tiempo se presumió que los sueños sucedían durante la fase REM, cuando los ojos se mueven rápidamente bajo los párpados. El fenómeno se repite aproximadamente cada noventa minutos e insume un 25% del tiempo que una persona pasa dormida. Pero, aun cuando más del 75% de las personas que despiertan en mitad de una fase REM pueden recordar qué estaban soñando, investigaciones recientes disocian los sueños del estado de movimiento rápido.
Según Patrick McNamara, director del laboratorio de neurocomportamiento evolutivo de la Universidad de Boston, los sueños surgen en el lado más primitivo del cerebro, en el lado más animal del subconsciente, y luego “escalan” hacia las áreas más evolucionadas, volviéndolos más complejos. Este proceso puede darse o no durante una fase REM.
Pero además, siempre según McNamara, soñar cumple una función relacionada a este proceso cerebral. Tras estudiar sueños individuales de personas de distintas culturas, descubrió que había sueños similares, vinculados a cuestiones antropológicas como la autopreservación y la competencia con otros especímenes por el apareamiento.
Los hombres tienden, por ejemplo, a soñar con situaciones que los confrontan con otros hombres, mientras que las mujeres sueñan con más frecuencia interacciones con ambos sexos. Es que, desde lo instintivo, el hombre compite con otros hombres por territorialidad, sustento, por el control de la tribu, por la posesión de las hembras.
De la Biblia a Freud
Desde el Antiguo Testamento hasta la literatura clásica, el momento onírico es lugar propicio para la premonición, para la encomienda de la misión trascendente, para el contacto paranormal. El Dios bíblico se presenta en sueños tan a menudo como los fantasmas del pasado en la obra shakespeareana o las predicciones en montones de leyendas urbanas.
La psicóloga Linda Blair, miembro de la Asociación Psicoanalítica Británica, afirma que existen dos tipos de sueños. Unos son una mera clasificación de vivencias del día, una especie de residuo de lo sucedido que sigue rebotando en la mente.
Este tipo de sueños, según Blair, son intentos del subconsciente de resolver conflictos que quedaron pendientes, por lo que su estudio puede ser una buena forma de recapitular con qué cosas deberá enfrentarse el soñador cuando despierte.
Pero también hay sueños cargados de emotividad: los sueños felices y las pesadillas. Que, según Blair –y Freud, mucho antes– tienen un significado y son una forma de comenzar a elaborar temas demasiado complejos o aterradores como para atreverse a tocarlos desde la plena consciencia.
Sigmund Freud veía en los sueños la expresión de impulsos sexuales agresivos reprimidos y los utilizaba como una forma de disparar el análisis de estos conflictos en la psicoterapia. Claro que la interpretación freudiana de los sueños colisiona muchas veces con la neurociencia, que busca encontrar patrones empíricamente comprobables y cuantificables.
Por lo pronto, sea el que sea el rol de los sueños, sirvan para canalizar frustraciones sexuales, ejercitar el instinto de supervivencia o prepararnos para enfrentar nuestras propias adversidades, están ahí. Para ocupar ese espacio que sucede mientras el cuerpo repone energía y la regeneración celular hace su milagro.
Son parte de lo que somos, que como escribiera Calderón de la Barca, “toda la vida es sueño y lo sueños, sueños son“.