¿Te imaginas un mundo sin móviles? Quizá ahora estés pensando en todas las acciones cotidianas que resuelves con tu teléfono. Pero hay más. En algunos países, son una ventana –la única– a la libertad; así, fueron el soporte esencial de las llamadas revoluciones del mundo árabe. En otros, como el nuestro, han hecho posible acontecimientos como el 15-M o las manifestaciones tras los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid.
Ese aparato que miramos unas 150 veces al día, del que se venden diecisiete unidades por segundo en todo el mundo, ha revolucionado la forma en la que nos comunicamos y relacionamos, cómo vivimos, cómo exigimos a nuestros políticos, cómo denunciamos. Y resulta paradójico que ese instrumento de libertad, en el sentido más amplio, pueda ser también, en algunos casos, un instrumento de opresión, de violación de los derechos humanos, de muerte, de esclavismo.
Muchos de los dispositivos electrónicos que compramos, y tanto usamos, se han relacionado con la financiación de conflictos armados en todo el planeta, como los de la República Democrática del Congo (RDC), la República Centroafricana o Ruanda. Estos países son muy ricos en algunos minerales y metales como el oro, el tungsteno, el tantalio y el estaño, imprescindibles para que nuestro smartphone, tableta o cualquier dispositivo electrónico se encienda, recargue la batería, vibre.
“Se conocen como minerales de conflicto y son aquellos que, de una forma u otra, están relacionados con crímenes de lesa humanidad y grupos armados en aquellos países en los que se obtienen, que suelen ser pobres, en vías de desarrollo”, define Michael Gibb, de Global Witness, una ONG internacional que investiga y denuncia desde 1993 los vínculos entre la explotación de recursos naturales y los conflictos armados, la pobreza, la corrupción y los abusos contra los derechos humanos.
Minerales de sangre
Aunque no son el motivo por el que estos grupos armados luchan, les permiten obtener dinero con el que comprar armas, pagar a sus soldados, atraer a más miembros y así alargar la contienda. Para conseguir esos minerales también llamados de sangre, violan, matan, amenazan, roban, secuestran y fuerzan a personas a trabajar en condiciones inhumanas,como ha documentado tanto Global Witness como la ONU.
“La gente está más familiarizada con esta misma situación en torno a los diamantes, causa de guerras civiles en Angola, Sierra Leona o Liberia. Y, sin embargo, se sabe menos del coltán, presente en los productos que usamos cada día y también manchado de sangre”, señala Gibb. Y se lamenta de que “la existencia de recursos naturales en estos países pobres, en lugar de ayudar a la población, de generar empleo y oportunidades de desarrollo, se convierta en una especie de maldición”.
A pesar de que resulta difícil calcular una cifra, solo en 2013, según un informe de Enough Project, organización internacional sin ánimo de lucro, los grupos rebeldes congoleños generaron casi 1.000 millones de dólares (unos 897 millones de euros) a partir de minerales extraídos ilícitamente.
El realizador danés Frank Poulsen fue quizá el primero en mostrarnos qué ocurría con estos minerales de conflicto. En 2010 estrenó el documental Blood in the Mobile (Sangre en el móvil), con el que consiguió colocar la cuestión en la agenda social, política y empresarial.
Poulsen y su equipo rodaron en la RDC, uno de los países más pobres del mundo pese a que, paradójicamente, la ONU estima que tiene reservas de minerales aún sin explotar por un valor de 24 billones de dólares (unos 21,5 billones de euros).
La mayoría de las minas de las que se extraen estas sustancias preciadas están ubicadas sobre todo en las provincias de Kivu del Norte y Kivu del Sur, fronterizas con Ruanda, en medio de densísimas selvas que solo se pueden cruzar a pie. Uno de los filones más grandes es el de Bisie, en el territorio de Walikale, de cuyas laberínticas entrañas unas 20.000 personas extraen cada día casiterita, bauxita y coltán, minerales básicos en electrónica.
“A diario salen porteadores de la mina y atraviesan durante dos días la selva con más de treinta toneladas de minerales a sus espaldas. Muchos son niños menores de catorce años”, denuncia Poulsen. En torno a los yacimientos hay poblados de chabolas hechas de raídos plásticos. “Muchas personas llegan aquí para intentar ganarse la vida, pero tienen que pagar dinero para poder bajar a las minas o dar parte del mineral que logran extraer a los grupos armados que las custodian, o a soldados corruptos del ejército. A veces tienen que pagar tanto que se ven atrapados”.
Los túneles suelen estar incluso a cien metros de profundidad. Cuesta tanto salir y entrar que, en ocasiones, las galerías se colapsan y muchos mueren asfixiados o aplastados. Según Poulsen, solo la mina de Bisie se estima que genera, según datos de 2010, unos 70 millones de dólares al año (62,8 millones de euros).
El conflicto armado en la RDC lleva en marcha desde 1996 y ha causado más de 2,6 millones de desplazados y la muerte a más de cinco millones de personas. Es, de hecho, la contienda que ha provocado más bajas desde la II Guerra Mundial.
Niños en la mina
Bandi Mbubi es uno de los muchos congoleños que pudieron huir de su país para salvar la vida. Consiguió asilo político en el Reino Unido, donde reside, y fundó Congo Calling, una entidad sin ánimo de lucro desde la que intenta denunciar, concienciar y poner en la agenda política la situación de su país.
Este activista relata que grupos armados, así como facciones corruptas del ejército, controlan todas las fases en la obtención de minerales. “Hay niños hasta de ocho años allí abajo. Los fuerzan a entrar porque los agujeros son pequeños y estrechos. Se pasan días bajo tierra rascando minerales. No van a la escuela y las condiciones para su salud son nefastas”, denuncia.
Los minerales suelen salir del país a través de comercio ilegal, generalmente por la frontera con Ruanda, donde el tantalio se hace pasar por ruandés. Se estima que el 75 % de los fondos que sostienen el conflicto armado congoleño procede justamente de los ingresos de esas ventas.
Las materias que se extraen de estas minas son imprescindibles para fabricar las tecnologías de la comunicación. El principal es tal vez el coltán, que no es un mineral en sí mismo, sino la forma de denominar el tantalio y la columbita, ambos con muchas aplicaciones industriales; sobre todo el primero, que se utiliza para fabricar condensadores, encargados de almacenar la energía en móviles, consolas o portátiles.
El tungsteno es otro de estos materiales preciados. Es muy denso y permite fabricar piezas muy pequeñas y pesadas, lo que lo hace especialmente útil en la obtención de, por ejemplo, los vibradores del móvil. El oro es un metal muy noble que no se oxida, por lo que se aplica en microchips de alta calidad que necesitan un alto rendimiento.
En 2013, según datos de Global Witness, la Unión Europea importó minerales de la RDC y de sus países vecinos por valor de cerca de 19 millones de euros. No obstante, esos minerales entran también de forma indirecta como parte de una gran variedad de productos, como ordenadores, consolas, tabletas o móviles. Hace dos años, en el Viejo Continente compramos 240 millones de teléfonos y unos 100 millones de portátiles.
Las empresas fabricantes y las importadoras están al corriente de la vinculación entre materias primas y conflictos. “Al principio, cuando saltó a la luz el tema de estos minerales a finales de los años 90 y su relación con la violencia y la guerra en la RDC, se apresuraron a decir que no eran responsables porque no podían controlar la cadena de producción ni tampoco eran ellos los que negociaban con las minas”, explica Mbubi. Afortunadamente, algo ha llovido desde entonces.
En esta década, tanto la ONU como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) han publicado informes alertando sobre esta relación, así como una guía muy completa para las empresas que los usan, con recomendaciones para que se aseguren de que los minerales que compran se han obtenido de forma ética. Y, desde hace poco, doce países africanos, incluidos la RDC y Ruanda, tienen una legislación que obliga a las empresas a comprobar la cadena de proveedores.
“No se trata de que las grandes compañías no compren minerales en estos países, sino de animarlas para que lo hagan asegurándose primero de las condiciones en que se han obtenido esos recursos. Que tomen precauciones extra, porque son países tremendamente frágiles. Que sean muy transparentes e informen en todo momento sobre su cadena de proveedores. La idea es intentar contribuir de forma positiva al desarrollo de esos países”, destaca Gibb.
Primeras iniciativas legales
De poco sirven, sin embargo, todas esas regulaciones y recomendaciones si los principales compradores no toman medidas. En este sentido, en 2010 el Gobierno de los Estados Unidos dio un gran primer paso. Aprobó una ley, conocida como Dodd–Frank, por la que las empresas de este país han de determinar si sus productos contienen uno o más de los cuatro minerales principales de conflicto –estaño, tantalio, tungsteno y oro– y si estos han sido extraídos de la RDC o de alguno de sus nueve países vecinos. Por primera vez, una legislación occidental trataba de romper los lazos entre el negocio de minerales del Congo y la financiación de los grupos armados.
Y el 22 de mayo de 2015, el Parlamento Europeo votó una ley con una voluntad similar. La propuesta aprobada pretende obligar a las empresas, tanto fabricantes como suministradoras de materiales electrónicos, a controlar los procesos de extracción y compra de los minerales. Esta reglamentación obligará a auditar a 880.000 empresas de la Unión Europea que suministran material electrónico. El problema principal es la cadena de proveedores que lleva este mineral desde que se extrae de la mina hasta que llega al consumidor, que es sumamente compleja y ramificada. No es que sea muy distinto de otros sectores, como el textil, el alimentario o el financiero, pero sí es sumamente opaca.
“Escándalos en Europa relacionados con la comida –¿te acuerdas de aquel asunto de la carne de caballo?– hicieron que la presión social sobre las empresas provocara que estas dieran información acerca de la procedencia de la comida, en qué condiciones se fabricaba, en qué lugar, en qué condiciones estaban los trabajadores. Nosotros queremos extender esa aproximación al sector de los minerales”, indica Gibb.
Ya hay algunas empresas que han dado pasos en ese sentido. Y ciertamente ya se puede advertir que “el compromiso de estas compañías con los derechos humanos aumenta el valor de sus marcas. Ahora mismo hay como dos mercados en paralelo: uno que da pasos para ser cada vez más transparente y otro muy opaco”, señala Mbubi.