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El ‘beatle’ que salvó al cine

El ‘beatle’ que salvó al cine
‘An accidental studio’. Sus amigos de Monty Python le ofrecieron pagar la película más irreverente del cine. Y George Harrison, tras empeñar su casa, aceptó. Fue el primer paso para la productora responsable de los mayores clásicos del cine británico de los 80: ‘La vida de Brian’, ‘Los héroes del tiempo’, ‘Mona Lisa’, ‘El largo viernes santo’…

«Si la vida parece una bonita mierda / Es que has olvidado algo / Reír, sonreír y bailar y cantar… / Y… siempre mira el lado brillante de la vida…». La historia no da cuenta sobre cuándo exactamente George Harrison escuchó la más bíblica de las canciones compuesta jamás. Tampoco consta la opinión del beatle sobre el estribillo y, mucho menos, sobre el baile desde lo más alto de la cruz con las piernas al compás. Lo que queda claro es que la más herética de las películas, además de una de las más brillantes comedias nunca llevadas a la pantalla, no hubiera sido posible sin el concurso del guitarrista. La historia es conocida. Y más ahora que, con ocasión del 40 cumpleaños del estreno de La vida de Brian, de ella hablamos, hasta se llegó a reponer en los cines recientemente.

Fue en 1979 cuando el grupo formado por John Cleese, Terry Gilliam, Terry Jones, Michael Palin y Eric Idle idearon la posibilidad de convertir la vida de un tipo lejanamente (o no tanto) parecido a Cristo en una película. Las crónicas cuentan que su pasión por la interpretación de las Sagradas Escrituras llevó a los Monty Python al estudio detallado de, entre otros, los manuscritos del Mar Muerto. No querían en ningún caso hacer una película blasfema. Se conformaban con que fuera, como el propio Jones admitió, herética. Al fin y al cabo, pocos placeres comparables al de la hoguera. Todo parecía dispuesto para que el despropósito (nunca ocultó que era eso) convirtiera a EMI en el primer gran estudio en probar la ira de los iracundos. Hasta que el guión cayó en manos de Bernard Delfont, presidente de la compañía, y… amén. Jamás. Crucifixión.
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Una escena de ‘La vida de Brian’.

Pues bien, pocos rechazos tan gloriosos. Aleluya. El documental que se estrena este viernes An accidental studio, dirigido por Bill Jones, Kim Leggatt y Ben Timlett, hace pie en todo esto para, desde ahí, relatar la historia completa de la más curiosa, además de relevante e irreverente, productora de los 80. Seguimos con Brian. Con el no ya estaban, así que los Monty Python decidieron probar suerte en el lugar más insospechado. Idle, consciente de que un amigo puede ser en sentido literal un tesoro, recurrió a George Harrison. Y éste, para sorpresa del propio sentido común, se limitó a expresar su deseo de ver la película. Acto seguido, empeñó su casa y su estudio de Londres y puso sobre la mesa los cinco millones necesarios. Acababa de nacer no sólo la más arriesgada, poética y delirante decisión («La entrada más cara jamás pagada»), sino Handmade Films, el estudio que definió el cine británico de los 80 y que, a su manera, cambió las reglas y ofreció cierta esperanza en una década marcada por el conservadurismo y la recesión creativa tras el estallido de los nuevos cines de la década anterior.

El documental se limita, básicamente, a colocar uno de tras de otro todos los hitos de la compañía. Cada uno de los protagonistas analiza de forma concienzuda los avatares de la producción. Denis O’Brien y Ray Cooper, como artífices directos y brazos ejecutores de Harrison, dan cuenta de los éxitos, los fracasos, el espíritu revolucionario original y el lento declive hacia una profesionalización que acabaría indefectiblemente con la muerte en 1994. Pero detrás, y siempre como catalizador de una extraña sensación entre la fiebre y la falta absoluta de ambición, el beatle. «Mi única intención era hacer algo divertido, algo que nos hiciera sentir bien», dice en un momento dado como la más completa formulación de su ideario.

 La vida de Brian, huelga recordarlo, acabó convertida en éxito rotundo. Tanto comercial como del otro. «Sentimos estar en el paraíso. El hecho de que los católicos, los protestantes y los judíos marcharan juntos en protesta por el tratamiento sacrílego de importantes temas religiosos fue como poner la guinda al pastel», escribía en sus memorias prepóstumas Terry Gilliam. Las dos siguientes películas siguieron el mismo tono entre provocador y sólo demente. El propio Gilliam, todavía herido por no haber dirigido La vida de Brian, se presentó en casa de Harrison con una idea. Sólo una. «Un caballero surgía sobre su caballo del armario de la habitación de un niño». No tenía más. Y Harrison volvió a picar (y pecar). De ahí salió Los héroes del tiempo y la confirmación de su director como uno de los más insoportables y geniales cascarrabias que ha dado el cine. De esto último da cuenta la canción compuesta por el beatle para el final de la cinta: «Has llegado muy lejos (Terry), ahora sólo tienes que disculparte», se escucha.

Hacía tiempo que ninguna productora conseguía tanto con tan poco. Y siguió. El largo viernes santo, de John Mackenzie, se rodó justo antes de Los héroes.. y en su empeño de mezclar el universo de bajos fondos londinenses con el terrorismo, entonces perfectamente activo, no sólo hacía añicos un tabú sino que, de paso, descubría a unos de los actores más capaces del cine británico reciente: Bob Hoskins. El misionero, de Richard Locraine, Loca juerga tropical, de Dick Clement, o Función privada, de Malcolm Mowbray, marcarían cada una a su manera el tono de una productora que se empeñó en hacer de la irreverencia suicida su marca de agua. Que una comedia se atreviera a convertir en argumento el hallazgo de una veta de agua Perrier en una isla (eso hace Loca juerga tropical) sólo podía ser viable con Handmade.

 Hasta llegar a la incontestable Mona Lisa, de Neil Jordan, o al clásico de culto Withnail y yo, de Bruce Robinson, a la productora de Harrison le dio tiempo a todo. A crecer, a perderse y a volverse a encontrar. De la mano de Shanghai Surprise, de Jim Goddard, consiguió completar una de las más horrorosas películas jamás filmadas. Con Madonna de protagonista, secundada por entonces su pareja Sean Penn, la idea era confeccionar la producción destinada a garantizar el éxito y la superviviencia casi eterna. Ni la intervención in extremis del siempre venerado y cabal Harrison evitó el más evidente de los naufragios.

Dice Cooper, percusionista de Elton John antes de productor, que «una razón empresarial no es nunca una buena razón». Y ahí planta su credo. El suyo y el de la compañía que creó con Harrison. El documental deja para el final, precisamente, el final. Cuando Denis O’Brien se empeñó en crecer y aplicar «razones empresariales» aquello empezó a dejar de respirar. Ni la dolida y brillante Powwow Highway, de Jonathan Wacks, ni la divertida y estrafalaria Monjas a la carrera, de Jonathan Lynn, ni el desastre imprescindible de Un yuppie con estrés, de David Leland, tuvieron ni la repercusión ni el calor ni la necesidad debidas. Y con ellas acabó todo. «¿Quién crees que va a pagar por ver esta basura? Se lo dije: ‘Bernie, jamás recuperarás tu dinero’», se escucha al final de La vida de Brian. Bernie, en efecto, es el ejecutivo de EMI que, sin querer, acabó por ser el responsable de todo. Con el permiso de George Harrison, obviamente.

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Una escena de ‘Withnail y yo’.

DOS INSTANTES DE CULTO

Bob Hoskins y Cathy Tyson convirtieron su imposible historia de amor en todo clásico de la desesperación. Él es un don nadie ex presidiario y chófer de ella, una prostituta de lujo. El primero se hizo merecedor de un premio en Cannes y Neil Jordan se consagró definitivamente como un perfecto y cruel cirujano del alma, de cualquiera de ellas. Venía de rodar ‘Danny boy‘ y ‘En compañía de lobos’. Con ‘Mona Lisa’consiguió resumir el sentido del melodrama en una única escena. Luego llegó ‘Withnail y yo’ y ya nada tendría remedio. ¿Quién podía producir la historia de dos actores consumidos por el alcohol, el hambre y el más estrepitoso de los fracasos? Sólo Handmade. Ninguna película ha merecido tantas reposiciones y nunca nadie ha llegado hasta donde se atrevieron a suicidarse Richard E. Grant y Paul McGann

Fuente: El Mundo

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