Nos pasamos un tercio de la vida durmiendo, pero sabemos muy poco de lo que nos sucede en ese tiempo decisivo para nuestra salud física y mental. La cultura popular está llena de falsedades y malas interpretaciones sobre el acto de dormir. Aquí van unas cuantas.
María Moya y Sergio Parra de Muy
El sueño es una de las actividades más importantes para el ser humano, a pesar de las malas lenguas populares que intentan que tengamos una idea equivocada de su trascendencia. Descansar es vital para que podamos desarrollar correctamente nuestras funciones físicas y psicológicas.
A simple vista, no parece del todo inteligente que nos pasemos un tercio de nuestra vida durmiendo, pero lo cierto es que sin esa mínima cantidad, literalmente, no podríamos vivir.
De hecho, la Universidad de Chicago realizó en su día un estudio sobre los efectos de no dormir en mamíferos, concretamente sobre la privación total del sueño en 10 ratas. Los resultados fueron devastadores, pues todos los sujetos murieron o fueron sacrificados por acercarse a una muerte inminente entre los 11 y 32 días que duró la prueba. Por causas evidentes, no se ha hecho este mismo experimento con humanos.
No obstante, otros estudios menos agresivos han demostrado que no podríamos vivir sin dormir más de 11 o 15 días aproximadamente. A partir del tercer día sin dormir, los humanos empezamos a padecer alucinaciones y pequeños episodios de locura temporal. Si los problemas para dormir se vuelven crónicos, tendríamos un 40% más de probabilidades de sufrir alguna enfermedad psiquiátrica con un descanso adecuado y regular.
En España, la calidad del sueño es algo precaria, pues según los informes, dormimos poco y tenemos por costumbre trasnochar. Una de las razones principales de este hecho, y que por tanto se ha convertido en un tema de debate, es que nuestro huso horario no es el que se corresponde. Este se configuró durante la dictadura de Franco para sincronizarse con el de Alemania. Sin embargo, una diferencia sustancial, por ejemplo, es que, para levantarnos a la misma hora (sobre las 7:00), allí la hora habitual para acostarse son las diez de la noche, mientras que en España lo normal es a partir de las 12. Según se apunta, lo recomendable sería seguir el mismo horario que Reino Unido o Portugal.
El Centro de Investigación del Sueño (CIS) de la empresa Flex realizó en 2016 un análisis exhaustivo sobre este problema. Los resultados, obtenidos a partir de una muestra de más de 2.000 voluntarios, determinaron que existen 7 comunidades autónomas que duermen por debajo de la media, siendo el País Vasco, Ceuta y Melilla las que mayor déficit presentan. A nivel europeo, se demostró que los españoles dormimos unos 40 minutos diarios menos.
Los expertos recomiendan dormir entre 7 y 9 horas diarias, pero esta es una meta que muy pocas personas pueden alcanzar. Los diferentes factores implicados, como el huso horario y nuestro frenético ritmo de vida, están dejando una huella importante en nuestra salud.
La cultura popular se ha encargado de interpretar erróneamente las características del sueño y sus beneficios. De esta forma, hemos interiorizado comportamientos y hábitos nada favorables para nuestro descanso. En esta galería, te enseñamos unos cuantos mitos sobre el sueño.
Esta idea está muy arraigada, pero no tiene base científica. Sí es cierto que cuando hemos ingerido alcohol experimentamos somnolencia, sin embargo, una vez hemos conciliado el sueño, su calidad empeora. La profundidad y el efecto reparador que se produce en el descanso normal se ven alterados porque la bebida reduce la fase REM. En este periodo se registra una relajación muscular total y se presentan los sueños, indispensables para reorganizar nuestro cerebro.
El alcohol también aumenta la probabilidad de que ronquemos y, por tanto, de que suframos apneas. Son algunas de las conclusiones de un estudio realizado por Christian Nicholas y sus colegas de la Universidad de Melbourne, en Australia, publicado en la revista Alcoholism: Clinical & Experimental Research.
Si bebemos –sin abusar–, lo más recomendable es tomar la última copa entre hora y media y dos horas antes de ir a la cama, para que la concentración de alcohol en sangre sea escasa y podamos caer en brazos de Morfeo.
Con el sueño perdemos nuestra autoconciencia, pero eso no significa que el encéfalo permanezca inactivo. En realidad, está trabajando en tareas fundamentales para procurarnos bienestar. Por ejemplo, en el descanso se fijan los conocimientos que hemos adquirido durante la vigilia. Por eso se afirma que lo más adecuado antes de presentarse a un examen, además de estudiar, es dormir el número de horas adecuado.
Sin embargo, eso no significa que la mente pueda asimilar nuevos conocimientos mientras se está durmiendo, por ejemplo una lección de inglés reproducida con MP3. Este mito se popularizó en 1942 a raíz de los experimentos del psicólogo Lawrence LeShan encaminados a comprobar si era posible erradicar la costumbre de morderse las uñas a un grupo de alumnos. Dividió a los niños en dos habitaciones distintas. Al primer grupo les ponía por la noche un fonógrafo que repetía la frase “las uñas de mis dedos saben mal”. El segundo dormía sin este aparato.
Transcurridas unas semanas, el 40% de los chavales del primer grupo habían dejado el hábito, mientras que en el otro nadie lo había superado, lo cual parecía confirmar que el mensaje había surtido efecto en el inconsciente de los niños. El problema de esta y otras pruebas similares residía en que nunca se comprobó si los voluntarios estaban dormidos o no mientras eran bombardeados con consignas. Para descartar este factor, en 1956 se llevó a cabo otro experimento en la Universidad de Illinois (EE. UU.) en el que se monitorizaban las ondas cerebrales de los participantes con un electroencefalograma y solo se daban las órdenes cuando los integrantes del estudio descansaban. Se reprodujeron listas de palabras, pero ninguno fue capaz de recordar ni una cuando despertó. Y es que mientras dormimos el cerebro ya está ocupado procesando lo que hemos aprendido durante el día como para añadir nueva información
Dedicar tiempo a descansar lo suficiente es la mejor forma de ser productivo. No hacerlo influye negativamente en la manera de razonar y sentir, y también se incrementa la probabilidad de sufrir problemas metabólicos y endocrinos. Rachael Taylor, investigadora de la Universidad de Otago, en Nueva Zelanda, ha descubierto que los niños de edades comprendidas entre tres y cinco años que duermen menos de once horas por noche son más propensos a tener sobrepeso u obesidad cuando cumplen los siete.
El déficit de sueño también aumenta la posibilidad de padecer demencia, diabetes o enfermedades cardiovasculares. Sobre todo, puede verse afectado el sistema inmune, tal y como señala un estudio de la revista Immunity realizado por científicos de la Universidad de Yale, en EE. UU. Según esta investigación, a primera hora del día somos más vulnerables a virus y bacterias, como si nuestras defensas estuvieran desperezándose: dependen del reloj biológico y de los ciclos de luz y oscuridad de la Tierra, y cuando amanece están todavía dormidas. Asimismo, quienes descansan menos de seis horas al día son un 12% más propensos a fallecer de muerte prematura que aquellos que lo hacen entre seis y ocho horas, según un estudio de la Universidad de Warwick (Reino Unido), en colaboración con la Universidad de Nápoles Federico II, en Italia.
Remolonear entre las sábanas el sábado y el domingo para compensar la dinámica de trasnochar y madrugar los días laborales puede tener sus ventajas, como reducir el riesgo de diabetes, tal y como sugiere una investigación realizada en la Universidad de Chicago. Sin embargo, no es una buena forma de equilibrar todo el sueño que hemos perdido, lo que puede acarrear numerosos problemas de salud.
Hacer maratones colchoneros el fin de semana tampoco es conveniente para el cerebro, según Josna Adusumilli, de la Universidad de Harvard. Esta investigadora sostiene también que dormir seis horas diarias durante doce días consecutivos produce unos efectos físicos y psicológicos similares a permanecer una noche entera sin dormir. Entre otras cosas, disminuye un 10% la precisión motora.
Los ronquidos pueden convertirse en una pesadilla. Cuando se dan de forma reiterada representan un indicador fiable de los achaques que nos esperan a medio plazo. Por tanto, debe valorarlos un médico. Roncar es un signo, por ejemplo, de la apnea del sueño –las pausas en la respiración que sufren algunos durante el descanso–. A veces, quienes las padecen se despiertan con sensación de ahogo, pero lo más relevante desde el punto de vista médico es que esas interrupciones reducen los niveles de oxígeno en sangre –el ritmo del corazón se altera y esta llega con más dificultad a los tejidos del cuerpo–, lo que tiene a largo plazo efectos cardiovasculares. También aumenta la probabilidad de sufrir accidentes de tráfico, pues el sueño no es reparador y la persona se levanta cansada.
No existe una solución mágica para dejar de roncar, pero sí hay un factor que parece ser determinante: la obesidad, ya que la acumulación de grasa en la zona del cuello y la laxitud de los músculos del abdomen dificultan la respiración.
La palabra lunático procede de la creencia común de que al dormir bajo la luz de la luna nos comportamos de una forma excéntrica e impredecible. La influencia de los astros también es el motor de la astrología y otras pseudociencias adivinatorias. ¿Tiene alguna base científica la creencia de que el satélite de la Tierra modifica nuestro comportamiento o el descanso? Un estudio en la revista Frontiers in Pediatrics aporta luz sobre el asunto. El científico Jean-Philippe Chaput, del Instituto de Investigación de Ontario Oriental, en Canadá, estudió la correlación entre las fases lunares y el sueño. Para ello, analizó los niveles económicos y socioculturales de 5.812 niños procedentes de los cinco continentes, así como un puñado de factores tales como la edad, el sexo, la educación de los padres, el índice de masa corporal, el tiempo que dormían por la noche, el día en que se realizó la medida, el grado de actividad física y también el de sedentarismo.
Tras analizar los datos arrojados durante las tres fases que se analizaron – luna llena, media y creciente–, Chaput concluyó que, en general, el satélite no influía en ninguna de las variables que se habían estudiado. La única correlación que halló fue que la duración del sueño se reducía una media de cinco minutos durante el periodo de luna nueva, lo que supone una alteración de solo el 1 % del descanso nocturno. Según el investigador, esa mínima variación entra dentro del margen de error estadístico.
El ciclo circadiano es el nombre del reloj biológico interno que controla nuestros ritmos de sueño y vigilia, y está sincronizado con las fases de luz y oscuridad de la Tierra. Salvo por motivos laborales, la mayor parte de la gente funciona con ese ciclo: trabaja de día y duerme de noche. Pero eso no quiere decir que el ritmo biológico de todas las personas sea el mismo: las hay que funcionan mejor por la mañana y otras que lo hacen a última hora del día. En función de esta característica, los individuos se dividen en búhos, que trasnochan y se levantan más tarde; y alondras, que se acuestan pronto y madrugan. Ojo: también hay gente que es neutra. Por otra parte, esta clasificación cambia mucho con la edad. Así, los ancianos tienden a ser más alondras, y los adolescentes, rapaces nocturnas.
En principio, ser una cosa u otra no reporta ventajas significativas, tampoco en la salud. Pero, según explica una investigación de la Universidad Libre de Bruselas en la revista Science, los trasnochadores pueden permanecer despiertos durante más tiempo que los madrugadores antes de rendirse frente a la fatiga mental. ¿Por qué? Una posible respuesta es que el área cerebral que regula el reloj biológico coincide con la que gobierna la atención, de manera que si el ciclo circadiano pide dormir, el área se adormece. Es decir, al tópico “a quien madruga, Dios le ayuda” deberíamos replicar “no por mucho madrugar, amanece más temprano”.
Hay personas que planchan la oreja plácidamente mientras la televisión funciona o incluso con la luz del dormitorio encendida. Sin embargo, con independencia de nuestras preferencias, es más saludable hacerlo a oscuras. Si no observamos esta medida básica de higiene del sueño, nuestro descanso no será tan profundo como el cuerpo requiere. El reloj biológico está sincronizado con los ciclos de luz y oscuridad, y la iluminación artificial rompe ese ritmo, lo que causa a la larga numerosos trastornos, algunos graves. Por ejemplo, puede afectar al estado de ánimo y se encuentra detrás de numerosos brotes de depresión.
Según un estudio de la Universidad de Aberdeen, en el Reino Unido, incluso una fuente lumínica tan insignificante como el piloto que indica el stand by de un televisor, puede alterar el sueño. Cathy Wyse, autora de la investigación, sostiene que la luz nocturna, común en las grandes ciudades, podría ser clave en la creciente epidemia de obesidad. La razón es que la alteración que produce en el reloj biológico afecta a las áreas del cerebro que regulan el metabolismo. Para dormir bien es preciso dejar a oscuras el dormitorio, y evitar el uso de ordenadores, móviles y libros electrónicos provistos de retroiluminación unas horas antes de nuestra cita con Morfeo.
Echar una cabezada después de comer se vincula con frecuencia con ser un vago. Sin embargo, es perfecto para estar más alerta en el trabajo. Por eso, empresas como Google ya disponen de espacios donde sus empleados pueden disfrutar de un sueñecito a mitad de jornada. En función de lo que dure la siesta obtendremos unos beneficios u otros. Una de menos de cinco minutos nos ayudará a combatir la somnolencia, pero si optamos por descansar diez o veinte mejorará significativamente la concentración y la presión sanguínea.
La mejor hora para practicarla es entre las dos y las tres de la tarde, el momento del día en que solemos sufrir un bajón en la productividad. Tu salud lo notará. El investigador Dimitrios Trichopoulos, de la Universidad de Harvard, estudió durante seis años la vida de 20.000 personas de entre veinte y ochenta años para concluir que quienes dormían treinta minutos tras la comida al menos tres veces a la semana corrían un riesgo un 37 % menor de muerte por enfermedad cardiaca.
A partir de los doce años, los chavales parecen mantas, no hay quien los saque de la cama. Pero eso no significa que sean vagos ni, si ya han cumplido quince o más años, que tengan una vida disoluta. Tienden a trasnochar más y prolongar el sueño porque sufren un retraso de unas tres horas en sus ritmos circadianos. Además, tampoco se les debe reprochar: según los médicos, hasta los veinte años se necesita dormir de promedio entre nueve y diez horas porque el cerebro, en pleno desarrollo, precisa mucho tiempo de descanso.
Los institutos y universidades que han retrasado la hora de inicio de las clases para ajustarse al reloj biológico de los adolescentes, como un centro de Minnesota y otro de Kentucky, han visto mejoradas significativamente las notas en diversas asignaturas. Dormir lo suficiente resulta tan fundamental para un alumno que, según la psicóloga Amy Wolfson, quienes obtienen una calificación de notable o sobresaliente se acuestan unos cuarenta minutos antes y duermen unos veinticinco minutos más en comparación con los alumnos que obtienen un rendimiento menor.
“Contar ovejitas” ha sido desde tiempos inmemoriales, el consejo que desde niños nos han dado cada vez que nuestro sueño se veía frustrado. Pero lo cierto es que el mito de contar animales para fomentar nuestras ganas de dormir no es tan efectivo como nuestros antepasados nos querían hacer creer. Al seguir este consejo, lo único que conseguimos es que se fomente la activación cognitiva de nuestro cerebro. Lo recomendable en estos casos, según diferentes publicaciones científicas, es que tras aproximadamente 15-20 minutos sin conciliar el sueño, nos levantemos y realicemos alguna actividad para cansarnos y nuevamente tengamos ganas de descansar.
La gran verdad es que nuestro cerebro nunca deja de trabajar. De hecho, además de coordinar la funcionalidad de diferentes órganos, nuestras neuronas se activan en cuestión de segundos para procesar la información que se ha recolectado a lo largo de todo el día. Otras funciones del cerebro al caer la noche consisten en el cuidado y reparación de este (a partir de la producción de mielina), la desintoxicación de las diferentes sustancias y asimilación de diferentes datos.
Bien es cierto que preparar un margen de 8 horas de descanso o más, es una buena forma de apostar por un sueño reparador. Sin embargo, no siempre tiene por qué ser efectivo y placentero, pues existen muchos factores que pueden intervenir en que pasemos una buena noche o no. Se sabe que las primeras horas de sueño son las más reparadoras, pero acostarse pronto, no implica ni que vayamos a conciliar antes el sueño ni a descansar mejor. De hecho, forzar al cuerpo para dormir tampoco es recomendable.
Otro de los mitos populares es que hay noches que soñamos y otras que no. Algunas de las últimas investigaciones de la Universidad de California (UCLA) aseguran que cuando estamos durmiendo, se activan las mismas regiones del cerebro que se activan a la hora de recordar las cosas. Se ha demostrado que siempre soñamos, pero lo que ocurre es que no siempre podemos recordarlo, pues la memoria no los ‘archiva’, por así decirlo. De hecho, tan solo recordamos pequeños fragmentos de esas historias que nos han acompañado durante la noche.
Cierto es que el ser humano, a medida que envejece, duerme menos. Sin embargo, no se debe a que nuestro cuerpo no necesite tantas horas de sueño, sino que, lo que se va perdiendo es la habilidad para generar un sueño profundo y reparador. De hecho, este descanso perdido sigue saliendo caro para la salud física y mental de la persona. A medida que el cerebro envejece, las neuronas y los circuitos en las áreas que regulan el sueño se degradan lentamente, resultando en una menor cantidad de sueño lento o no REM. Según los investigadores del Laboratorio de Sueño y Neuroimagen en la Universidad de California en Berkeley (Estados Unidos), este cambio puede empezar a explicar el envejecimiento en sí.
Así es. Más de uno de cada cuatro adultos (28%) ha sufrido insomnio como consecuencia del uso de móviles en la cama, según una nueva investigación del fabricante de smartphones OnePlus en Europa. El 97% de los millennials afirma haber sufrido insomnio por haberse quedado despiertos hasta muy tarde consultando el smartphone: son el grupo de edad más afectado. Entre las otras conclusiones del estudio, destaca que 1 de cada 6 personas (13%) de entre 18 y 34 años, utiliza el móvil entre las 11 de la noche y las 3 de la mañana. Eso sí, a más edad, menos posibilidades de caer en esta conducta. Sea como fuere, el dormitorio es el lugar de la casa donde más uso se hace del smartphone.
Fuente: Muy Interesante