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Los herederos de la Generación Dorada: el equipo menospreciado que desafió a las matemáticas

Los herederos de la Generación Dorada: el equipo menospreciado que desafió a las matemáticas

Un grupo de jugadores casi desconocidos, que cargaba con la mochila de suceder a uno de los mejores exponentes de la historia del deporte argentino, se convirtió en ejemplo a seguir en su país y motivo de admiración para todo el mundo

En matemática sería imposible. El total es la suma de las partes, no puede ser más ni menos. En el básquetbol, donde las estadísticas tienen tanto peso y se analizan segundo a segundo, se ve esa ley reflejada en cada juego. Las síntesis de los partidos son frías listas alfanuméricas de lo producido en la cancha: “Luis Scola 10 (puntos), Facundo Campazzo 12, Gabriel Deck 24, etc, etc, etc… DT: Sergio Hernández”. Luego habrá una progresión de puntos convertidos cuarto a cuarto comparada con la de su rival. Dirá algo como “Parciales: 22-21, 24-20, 10-16…”, y el resultado final, la cantidad de tantos de cada equipo, que nunca será la misma. Porque en el básquet no hay empate, uno gana y el otro pierde.

Y ya está.

Pero para llegar a ese resultado, están las personas que lo generan: los integrantes de los planteles. En los análisis previos –todos-, la Selección Argentina que participó en el Mundial 2019 tenía jugadores que no calificaban lo suficiente como para soñar más allá de un lugar en los cuartos de final y la clasificación a los Juegos de Tokio 2020. Objetivos muy importantes, aunque algo modestos si los comparamos con los de la era dorada de Emanuel Ginóbili & cía.

¿Y entonces? ¿Qué pasó?

Sería un error querer explicarlo exclusivamente por lo ocurrido en China. El camino no empieza cuando el árbitro lanza la pelota al aire y el reloj comienza a descontar los segundos uno a uno. Scola, en una reciente e imperdible entrevista con Luis Novaresio, desarrolló una analogía entre el trabajo previo a la competencia y el que lleva adelante un programador:

Los tipos están programando y escriben un sinfín de letras sin ningún sentido, y parece casi un mamarracho. Vos decís, ‘¿qué es todo esto?’ Y de repente hacen ‘tac’ (aprieta una tecla imaginaria de una computadora) y sale un programa. Y el programa tiene todo el sentido del mundo. El que sea, un juego, una app… Los tipos no están viendo letras locas sin sentido, están viendo un programa. Vos no lo podés ver, tu ojo amateur no puede ver eso. En el caso del deporte es lo mismo. El entrenamiento es eso, un montón de ejercicios sueltos, locos, que no tienen nada que ver con un partido, que se van encadenando día a día, semana a semana, y que eventualmente, llega el partido (vuelve a apretar la tecla imaginaria), uno aprieta ‘enter’ y juega. El partido ya está, ya está jugado, ya lo hiciste, el mes que estuviste entrenando, el año que estuviste entrenando decidió lo que va a pasar en ese día”.

En esa frase de Scola queda expuesta una idiosincrasia impactante y una mentalidad implacable. Él no menciona la palabra, pero está hablando de trabajo, de ese trabajo invisible que –ahora todos lo saben- ha llevado adelante durante semanas para este compromiso, pero también a lo largo de su extensa carrera.

El valor esencial del esfuerzo, al igual que los de Ginóbili y toda la Generación Dorada, es no haberse quedado con el techo que su talento les permitía y que para Scola era evidente desde su niñez. Y tampoco con el límite de ese talento sumado al entrenamiento en el gimnasio, una combinación que ya sería bien difícil de derrotar. Porque, entre otras cosas, si tanto Luifa como Manu extendieron sus carreras es porque además cuidaron de su cuerpo de un modo que también ahora es conocido, pero cuya “programación” se realizó a lo largo de incontables días de seleccionar cada proteína o carbohidrato que ingirieron.

Cabe aquí un recuerdo personal: durante la preparación para los Juegos Olímpicos de 2004, a punto de comenzar una entrevista con Ginóbili, noté que el entonces jugador de los San Antonio Spurs leía con suma atención la letra chica del contenido de una barrita de cereal que estaba comiendo, feliz de poder saborear una golosina sin apartarse de la dieta de un deportista de élite.

Es decir, la alimentación como parte del entrenamiento invisible no es nueva, pero el actual equipo nacional siguió el ejemplo de sus predecesores –mérito también del cuerpo técnico- y la sumó a su capacidad para este juego, a su carácter (incluido el manejo de los egos) e idiosincrasia de trabajo. Y, como diría también Scola, a su notable modo de “vaciarse” en el momento de competir, de no quedarse con nada de lo acumulado en la preparación.

Todo eso arrojó un resultado matemático en la cancha: Argentina ganó siete partidos y perdió uno, la final frente a España. Fue subcampeón, el mejor equipo de América, incluso por encima del combinado NBA que presentó Estados Unidos (séptimo). Y se clasificó a los Juegos Olímpicos de Tokio 2020. Pero este resultado queda en segundo plano ante otra meta conseguida, que el propio Scola describió de la siguiente manera a nivel personal en la citada nota para Luis Novaresio Entrevista:

“Yo no busco un resultado, una posición, un lugar en el mundo en que jugar, que ganar o que perder. Yo busco el techo mío, el máximo, que está ya de fábrica. Hay un límite que vos podés tener como jugador, que es una combinación de cosas, tu tamaño, tu capacidad atlética… ¿Qué tan cerca estás de ese techo? Ese techo también es dinámico. Cuando estás en tu ‘prime’ (el mejor momento de rendimiento) es lo más alto posible, ahora que yo estoy con 39 años es mucho más bajo… pero siempre que vos estás cerca de ese techo, vos ganaste. Y eso es lo que yo estoy buscando”.

¿Qué puede heredar un plantel casi 100 % nuevo de otro precedente que ha puesto el listón en lo más alto con la medalla dorada de Atenas 2004?“Heredar” quizás no sea el verbo más adecuado, al menos en su sentido literal: las medallas se ganan en otras canchas, el talento no se transfiere, los centímetros tampoco, el estilo de juego cambia, todos progresan…

Pero los jugadores que sucedieron a la Generación Dorada han conseguido identificar la parte del legado sobre la que construir su propia base para “programarse” –siguiendo la metáfora de Scola- en busca de su techo. Sorprendieron al mundo e hicieron hablar a todo un país de su ejemplo. Ellos ganaron. Rompieron la matemática: el todo fue más que sus partes, el equipo más que sus individualidades. Que la desilusión de la final perdida sea una motivación para ir por más. Estaremos esperando Tokio 2020, el próximo “enter”.

Fuente: Infobae

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