La historia de una joven judía que escapa de la comunidad jasídica a la que pertenece se volvió fenómeno en la Argentina. Lo más destacado es el trabajo de Shira Haas, la actriz principal, y la reconstrucción del ambiente religioso.En tiempos de cuarentena, la ficción ha parido una nueva heroína feminista. Pese a la abundancia de este tipo de relatos -y a que la realidad supera a la ficción-, el mundo de lo real los sigue necesitando. La nueva heroína se llama Esther Shapiro, protagonista de la serie Poco ortodoxa, que es furor en Netflix y se convirtió en la segunda más vista por el público argentino. Una joven de 19 años que escapa de la comunidad judía ortodoxa a la que pertenece y se dirige a Berlín para encontrarse consigo misma por primera vez.
Es una miniserie inspirada en una historia real -sólo inspirada-, hablada en buena parte en yiddish -toda una novedad para Netflix-, que cuenta la historia de una joven de Satmar, comunidad jasídica de Williamsburg (Brooklyn), con reglas estrictas para prácticamente todo aspecto de la vida cotidiana. A Shapiro (Shira Haas) le arreglaron su matrimonio con un hombre que no ama y de ella se espera lo mismo que de toda mujer de la comunidad: que tenga hijos. El peso de los muertos del Holocausto se filtra en el mandato; todo el tiempo la historia está presente más como núcleo asfixiante que como marca de identidad.
Pero el cuerpo de Esty habla por sí solo y no puede siquiera tener sexo con Yanky (Amit Rahav), su marido. Le explican que padece de vaginismo. Hasta su suegra interviene discursivamente en lo que sucede debajo de las sábanas. Un buen día, hastiada de batallar contra todo aquello que no quiere ser, y embarazada, se va a Berlín, adonde vive su madre (Alex Reid), quien supuestamente la había abandonado. Allí reafirma su amor por la música, siempre bloqueado por las férreas determinaciones de su contexto, y se hace de nuevos amigos del ámbito (en ese contexto aparece Catnapp, la DJ argentina que reside gran parte del año en Europa). Y allí, el trauma personal se limpia conectando con el colectivo. Entre el flashback y el presente es reconstruida la hazaña.
Para algunos en la línea de El cuento de la criada, la serie creada por Anna Winger y Alexa Karolinski y dirigida por Maria Schrader se inscribe dentro de los nuevos relatos feministas que aún se precisan y a los que la industria saca provecho. El formato de esta producción de Netflix es económico y efectivo, cortito y al pie: cuatro capítulos de poco más de 50 minutos, como una película larga que se disfruta en dos días. Y lo que despierta unánimes aplausos es el desempeño de la actriz que encarna a Esther, o Esty. Una revelación, al punto tal que es difícil imaginar esta serie sin ella. Con 24 años, Shira Haas -cuyo primer papel fue en la serie israelí Shtisel- despliega una enorme cantidad de recursos con total naturalidad. Parece haber sido habitada por el alma del personaje, como sucede en las mejores actuaciones.
Su presencia en la pantalla es hipnótica. Transita la dualidad -de la vulnerabilidad al empoderamiento- resultando conmovedora y todos sus excesos tienen sentido porque la historia los amerita. Posee multiplicidad de rostros y gestos. Es interesante también cómo plasma la mirada y el cuerpo extrañados de alguien que arriba a un mundo que desconoce por completo, para el cual no tiene herramientas. Ni siquiera sabe cómo funciona Google, pues en su comunidad el uso de Internet está prohibido. En realidad, Esty siempre fue una distinta, esto está planteado desde el principio. Su sana ingenuidad, su afán por descubrir, dan suficiente tela para cortar desde lo actoral.
La estética es fundamental. Por mencionar un elemento quizá icónico, el rapado de Esty, que en su comunidad es obligación y debe ser cubierto con peluca, encaja a la perfección con la onda de un boliche de Berlín al que asiste con sus nuevos amigos. Hasta se vuelve tema de conversación en la serie, casi como un guiño. Su nuevo look conversa, también, con un estilo andrógino que en estos tiempos grafica y reivindica un modo de ser, sentir, pensar, estar en el mundo.
“No es una historia sobre la existencia de Dios ni nada parecido. Es sobre el derecho de tener voz propia”, aclara la intérprete israelí en un breve documental sobre cómo fue hecha la serie. En esta frase radica el que posiblemente sea el corazón de Poco ortodoxa. Al ser llevadas al extremo las condiciones de la opresión, el espectador siente más en su propia carne el coraje, el miedo, la urgencia de la liberación. Aunque la fe no esté en primer plano, suma el hecho de que la serie sea una ventana al vedado y poco conocido universo de la comunidad de Williamsburg, a la que ilustra en detalle, con asesoramiento de un equipo artístico integrado en gran parte por sus propios miembros. Impecable despliegue. Al respecto, Tamara Tenenbaum -escritora criada en el seno de una familia judía ortodoxa del Once- contó en su columna en Metro que por estos días le estalla el celular con consultas sobre usos y costumbres que exhibe la serie. Por ejemplo, ¿por qué la cocina aparece cubierta de aluminio? ¿De qué trata el baño de pureza que se da Esty antes de casarse? Globalmente nada obtura la comprensión; en todo caso este tipo de detalles alimenta una curiosidad previa y que también puede volcarse hacia One of us (2017), documental sobre la vida de tres exjasídicos dirigido por Heidi Ewing y Rachel Grady, también en Netflix.
En la actualidad han cobrado valor, además, las ficciones que toman casos reales. En este aspecto Poco ortodoxa es un tanto engañosa. Quien avisa no traiciona: las mujeres que la hicieron explican que tomaron la autobiografía de Deborah Feldman -una novela del mismo nombre- sólo como inspiración. En un artículo publicado en Anfibia , Tali Goldman y Mariana Levy desglosan qué es real y qué no: Feldman efectivamente vivió en la comunidad de Williamsburg, y como Esty se casó a los 17 con un hombre que prácticamente no conocía. Tuvo vaginismo, tardó un año en tener relaciones y escapó de su comunidad. Pero no hacia Berlín sino New Jersey. Tampoco de un momento a otro y con lo puesto. Tenía un hijo de un par de años y ya estudiaba en un programa de escritura. Diez años más tarde, sí, fue a Berlín, ya con éxito como escritora.
Fuente: Pagina 12